Blanca estrella que alumbra en los andes


Bogotá es mi lugar favorito en el mundo, donde está todo lo mío. Bogotá guarda a mi familia, mis espacios, mis recuerdos y mis amigos de verdad, los de toda la vida. La amo por el placer de que en cualquier ruta hay alguien a quien podría visitar, porque conozco los rincones exactos donde encuentro mis comidas favoritas, porque todos las zonas son mías, porque no me siento extranjera.

La ciudad guarda cosas fantásticas y tiene otro montón de sorpresas que están por ahí, esperando ser descubiertas. Bogotá es para Colombia lo que Nueva York para el mundo. La defiendo cuando hablan mal de ella, cuando botan un papel en la calle, cuando se quejan de su clima, cuando la atacan y destruyen el que hasta ahora es su mejor sistema de transporte, cuando se le exige más de lo fue planeada para dar.

Pero más allá del amor que evoque en mi y en otros, lo cierto es que Bogotá está mal y empeorando. Como una modelo de hace cuatro décadas, hoy no pasa de ser un buen recuerdo; está arrugada, fea, acabada y hasta viciosa, no hay maquillaje ni terapia que funcione.

Bogotá está enferma: cada día la delincuencia afecta a alguien cercano, hay muertos que no valían más que una chaqueta o un teléfono y otros que costaron la ineficiencia de un médico insatisfecho con su salario; hay huecos en las calles que acaban tanto con los carros como con la dicha de andar por ahí; rutas innecesariamente largas en un tráfico que asfixia, injustas diferencias económicas, trampas de quienes la gobiernan.

Bogotá tiene el ánimo gris: hay deficiencia en los niveles de paciencia de sus habitantes y-cómo no,- un aumento en la agresividad, que además es contagiosa. Es fácil percibir el cansancio de la ciudad. No es su culpa, es la suma de años de mala vida.

Comentarios

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